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Años más tarde, el joven creció, hizo nuevos amigos y vivió nuevas experiencias.
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Mientras, el hada del manantial siguió cantando para él las mismas dulces y pacíficas elegías que cantaba cuando era joven.
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Hasta que un día, ella finalmente se fue, y nunca más pudo velar por el joven.
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El goteo del manantial nunca más volvió a sonar como si fueran palabras, y la imagen fracturada de la luna tampoco volvió a unirse para formar una luna llena.
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Entonces, el hada tuvo una epifanía: aunque había encontrado un hogar al que regresar y experimentado fugazmente lo que es la felicidad, seguía estando sola en el mundo.
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Por su parte, el joven, que ya no era tan joven, no fue capaz de notar la ausencia del hada, y se culpó a sí mismo de su propia soledad.
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“Tal vez fue una simple fantasía infantil”,
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pensaba a veces al escuchar el borboteo del manantial.
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Sin embargo, aquel frío beso sí fue real; tan real como cuando la brisa de la noche jugueteaba con el cabello del hada.
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De repente, cayó en cuenta de algo: aunque había conocido y se había despedido de incontables nuevos amigos, y aunque había vivido grandes aventuras y regresado a su hogar en innumerables ocasiones, seguía estando solo en el mundo.
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Entonces, las lágrimas derramadas por el joven cayeron a las límpidas aguas del manantial, igual que antaño, y mojaron la imagen fracturada de la luna.
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Sin embargo, esta vez el hada no apareció, tal y como prometió.
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Reacia, se dio la vuelta, dispuesta a ser el objeto de un inocente sueño infantil y una fugaz invitada que vagaba desde una tierra extranjera, pero no estaba dispuesta a romper, con su vida casi eterna, la promesa de su amado.
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Cuenta la leyenda que, en la actualidad, cada vez que llueve, las gotas que caen en el manantial se mezclan con las lágrimas del hada.
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Hasta el día de su muerte, el joven creyó firmemente en esta superstición infundada.
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Por desgracia, el hada del manantial, que tuvo que ignorar sus propios sentimientos, no fue capaz de creer en ello.
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