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“Ojalá hiciera algo de viento”.
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Así suspiraba el viajero que marchaba por un páramo que parecía no tener fin.
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Los hijos e hijas de la atmósfera habitan en el cielo. Cuando uno de ellos oyó el deseo del viajero, pidió permiso para llevarle una brisa refrescante.
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“Está bien. Pero debes partir desde las orillas del este, y después atravesar barrancos, montañas y colinas, y continuar por los bancos de arena de ríos y arroyos. Solo llegarás a donde él está tras un viaje muy largo”.
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Así que el viento partió desde las orillas del este y comenzó su propio viaje.
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Por el camino encontró unas semillas de diente de león que querían ver el mundo, así que las arrastró durante un tiempo.
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Después vio un pajarillo que acababa de romper el cascarón y quería volar, así que sostuvo sus alas.
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Más tarde llegó a un lugar en el que unos viejos campesinos no podían moler el grano por sí mismos, así que se quedó por un tiempo y empujó las aspas de su molino.
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Mientras ayudaba a otros seres y cuidaba de la tierra sin pensar en sí mismo, el viento empezó a materializarse gradualmente y tomó la forma de una persona.
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Cuando finalmente llegó a su destino y encontró al viajero,
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ya no era la ráfaga de viento por la que este había suspirado.
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“Ojalá hiciera algo de viento”.
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Entonces acompañó al viajero en su periplo por el continente...
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“Esta es una parábola muy bonita de un santo de la Iglesia de Favonius. La moraleja de la historia es que siempre debemos estar preparados para ayudar a quienes lo necesitan y dispuestos a servir a otros. Y ahora, como reconocimiento de tus buenas acciones, te otorgo este planeador”.
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