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Cuenta la leyenda que hace mil años, en la época en la que el rey necio se escondía bajo las dunas, numerosas ciudades se
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desvanecieron fugazmente en la vasta y desmoronada tierra dorada.
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Esta gran espada pertenece a la bailarina Májaira, quien una vez fue la concubina de un tirano.
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Con su implacable danza con la espada se ganó el favor del rey, así como la atención del príncipe.
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El noble rey del decadente reino era ventrudo, vanaglorioso y vivía entre manjares, vino y caza.
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Como los demás reyes de esta época decadente, estaba ebrio de conquista, destrucción y de acumular riquezas.
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Cuando todo quedaba inmerso en la oscuridad de la noche, la luz acuosa de la luna calmaba las inquietudes del reino, y todos dormían en paz.
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El voluminoso tirano no pudo resistir el sopor y cayó en un profundo sueño entre las tenues voces de los Seelies, mientras sus ronquidos resonaban como truenos...
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La encantadora concubina ya había visto los signos de destrucción, así que afiló su espada y se preparó para un último baile.
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El joven príncipe ya había visto los signos de destrucción, así que fue a hacerle una visita nocturna a la desasosegada Májaira.
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“Todo lo que proviene de la arena ardiente termina enterrado en ella. Incluso si en el desierto las noches son gélidas como el hielo, su destino ardiente nunca será olvidado.
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Si esta es su decisión, entonces hágame un favor y permítame hacer una pequeña contribución a esa vieja nación arruinada hace tiempo.
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Un pequeño gesto de venganza eliminará la carga de nuestros corazones. Aquel adicto a la caza será ajusticiado por el halcón que él mismo malcrió.
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Mi madre, un genio, me enseñó la danza de acero séptuple. Si le ayudo a conseguir el trono, no tendré que adular a nadie, y eso me complace”.
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Y así, la conspiración contra el reino fue tomando forma entre sábanas. Las delicadas palabras de los amantes estaban a su vez afiladas como la hoja de una espada.
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Fue así como el desairado tirano terminó regresando a la tierra de la arena ardiente, y la gran causa de conquista de reinos y harenes terminó desvaneciéndose.
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El auge y caída de la nación no fue sino un efímero sueño embriagante durante el cual honrados y maleantes por igual fueron aplastados por un gran molino, como si de cáscaras de trigo se trataran.
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La concubina, virtuosa en la danza con la espada, no consiguió convertirse en reina, y el viejo sabio ministro que sobrevivió para contarlo perdió ambos ojos.
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Los apátridas, que habían sido arrojados al mar de arena por el vórtice que lo consumió todo, se convirtieron en trotamundos o mercenarios, hasta que terminaron devorados por el bosque. |