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Esta historia sucedió hace miles de años, durante la era en la que el necio rey divino fue sepultado por las tormentas de arena.
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Las ciudades de los mortales convivían unas junto a las otras esparciéndose a través del territorio. Entre ellas, destacaba Tulaytulah, donde se reunían sabios y personas de talento extraordinario.
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Los edificios de esta ciudad estaban coronados por pintorescas cúpulas de zafiro y adornados con frondosos jardines que teñían el entorno de un hermoso verde jade.
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En las eras posteriores a la muerte del rey divino, la ciudad conservó la sabiduría y esplendorosa prosperidad que siempre la caracterizaron.
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Según se dice, en esta ciudad donde abundaba el verde jade, una vez vivió un guerrero llamado Xifos.
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Era un experto en el uso de espadas largas de doble filo, destreza con la que salvó a incontables doncellas de las garras de los monstruos, y con la que consiguió buenos botines en cada rescate.
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Según se relata en las historias de los tignarios, su espada fue poseída por un genio recalcitrante y despiadado.
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Y por esa misma razón, su filo resultaba más cortante con cada muerte, y su brillo relucía con más fuerza con cada derramamiento de sangre.
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“Mi más preciado maestro, permítame que me alimente con este jugo carmesí, permítame que me deleite con este vino escarlata.
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“Mi devoción solo brota por usted, como cuando la vid sacrifica a sus hijas por la mera satisfacción de los ebrios.
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Siempre y cuando posea mi afecto, siempre y cuando la luna resplandezca y revele su rostro eternamente joven...
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Siempre y cuando sus adversarios se nieguen a abandonar este mundo, siempre y cuando no olviden los nombres de sus madres, usted será un guerrero invencible”.
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Más tarde, el guerrero Xifos, que todavía gozaba del favor del genio, se encontró con un forastero exiliado que vagaba por el lugar.
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El forastero errante aceptó monedas de plata manchadas de sangre de reyes enemigos despreciables, y manifestó el rencor y desprecio que sentía hacia el héroe.
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Y así, aquellos que habrían cultivado una buena amistad en una taberna acabaron convirtiéndose en enemigos, luchando a muerte en un combate que solo la luna pudo atestiguar.
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Y de la misma manera, los filos de las espadas acabaron bañados de vino rojo como el rubí, dando lugar a un estallido de jugo carmesí que explotaba con viveza para anunciar una muerte inminente.
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Cuando el combate culminó, la pálida luna todavía alumbraba con su resplandor tanto al vencedor como al derrotado.
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“No importa en qué dirección sople el viento, en la copa de la vida nunca habrá ondulaciones.
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Las tres difuntas diosas ya habían determinado el destino de estos guerreros, por más que ellos no lograsen comprenderlo jamás”.
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El forastero errante tomó la espada que relucía con el brillo de la luna, recogió las monedas de plata manchadas de sangre, y dio continuación a su travesía sin rumbo, adentrándose en la selva y perdiéndose en la lejanía.
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Así fue cómo la ciudad del verde jade quedó despojada de la protección de Xifos y perdió su fulgor, decayendo hasta desvanecerse por completo en apenas unos años.
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La ciudad quedó tan derruida como su destino, y el viento del desierto la sumió en la corrosión, hasta que no quedó de ella más que polvo imperceptible.
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Al final, tanto la llave negra como el ímpetu del joven príncipe por recuperar la viveza de su reino se hundieron en el seno del desierto... |