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Dietrich fue testigo de la desintegración de la familia Lawrence.
No sabía dónde podía estar el gato que había criado su madre, y sentía como si estuviera muy cerca y a la vez muy lejos de su padre ausente y de su madre, que tendía a ser bastante histérica. Por mucho que gritara, ninguno de los dos se dio la vuelta para mirarlo.

“Guau...”
Dietrich agachó la cabeza y, antes de que pudiera decir nada más, el suelo a sus pies se empezó a resquebrajar. De repente, de él emergieron las manos de la anciana bruja, que lo agarró con mucha fuerza del cuello.
Sintió que no paraba de caer, hasta que, finalmente, acabó frente a los pies de la bruja.
Sin embargo, no sintió ningún tipo de dolor. Qué extraño...

Entonces, algo lo arrastró por la correa de su collar.
Todo a su alrededor estaba oscuro, por lo que lo único que alcanzaba a ver eran sus propios pies. En aquel lugar había una caldera que desprendía humo, y en cuyo interior burbujeaba un extraño líquido negro junto a una sustancia solidificada. También pudo distinguir una telaraña y los restos de una serpiente venenosa.
De repente, escuchó la voz de Nottfriga susurrándole en el oído: “Genial, aquí está el ingrediente que me faltaba. Si te meto en la caldera, ¡mi caldo de la inmortalidad estará listo! ¡Jajaja!”

“¡Guau, guau, guau! ¡Suéltame, maldita bruja!”
Dietrich forcejeó con todas sus fuerzas y, inesperadamente, consiguió deshacerse fácilmente del collar que tanto lo apretaba.
“¡Guau!”
Entonces, cayó inconsciente.
No escuchó nada más, a excepción del ligero silbido del viento y la macabra risa de Nottfriga.