“La alegría siempre termina en finales amargos. Y los recuerdos dulces como la miel siempre se desvanecen como el humo en el aire”. Al principio, los festines pertenecían a la maestra de las flores y de la luna, el poder pertenecía al rey del desierto, y la vida pertenecía a la cuidadora de las plantas. Al igual que la luna argéntea, el sol áureo y los oasis esmeralda, los tres reyes divinos hicieron un juramento y formaron una alianza. “En aquellos tiempos, la luna contaba a los ruiseñores y a las rosas historias sobre la época más dichosa de los reyes divinos. Sin embargo, ruiseñores y rosas se sentían tan atemorizados y avergonzados al escuchar esas historias que ni siquiera eran capaces de cantar una canción en respuesta. Reinaban la paz y la tranquilidad, y no había ni división ni desgracias en ese paraíso sin preocupaciones. Ojalá esta felicidad, tan maravillosa como un espejismo, pueda ser eterna para evitar tener que probar el amargo sabor del adiós”. Más tarde, el tiempo rompió el acuerdo tácito entre el día y la noche y destruyó la antigua alianza. La acogedora noche iluminada por la luna se hundió bajo la arena y el omnipresente sol abrasador proyectó su cruel mirada sobre la tierra. Al disfrutar juntos del festín de los reyes divinos, los sacerdotes y el pueblo recordaron aquella corta época de ensueño. Sin embargo, los sueños terminaron siendo atrapados por la realidad e introducidos en máquinas sin vida que los aplastaron hasta no quedar nada. Pero de esas máquinas y de sus oscuras pesadillas emergería una nueva inteligencia... “Que todos los pensamientos sean uno y que todos los planes sean uno. De esta manera, el ser humano se convertirá en el rey de los reyes y en el dios de los dioses”. Entonces, sonó la elegía del solitario rey de los reyes. Sin embargo, hacía ya mucho tiempo que la arena dorada era consciente de cuál era su funesto destino.