“La visión dorada se mostrará con su forma más antigua”. En un inicio, las tribus eran una con la arena y su sangre era una con la tierra. Seguían la ley de la sangre y temían aquella época de hambruna que había quedado grabada en sus recuerdos. Más tarde, el tiempo y la arena cubrieron la tierra y, en consecuencia, emergió un rey divino que proyectó su grandiosa sombra. En aquella época olvidada, los dioses habían creado un paraíso con oasis exuberantes y manantiales a raudales. Siguiendo el ejemplo del rey divino, la gente construyó altas murallas, erigió un trono y se congregó en unos prósperos reinos vasallos. Imitando la forma del rey divino, los estados vasallos recordaron los viejos tiempos en los que tenían reyes y sacerdotes. En aquella época, los sabios reyes escuchaban las profecías del cielo y el mundo aún no conocía lo que eran las catástrofes. “Utilizando la sabiduría, el rey restaurará los días dorados del pasado y detendrá las arenas del tiempo gracias a su inmaculado poder divino”. En efecto, así fue como por fin llegó la época dorada del Rey del Desierto y del pueblo de las arenas. La dorada tierra de ensueño llamaba a la arena errante, y en ella no habría ni tristeza ni despedidas.