Una vez, cuando el Berserker aún no se había vuelto loco, empezó a caminar titubeante en el jardín de rosas. Nunca tuvo una familia o amante, ni amigos en quien confiar. Cuando no estaba en el campo de batalla, se dedicaba a cuidar con gran esmero de las frágiles flores de su jardín, como si su color carmesí recubierto de espinas fuera el único calor al que pudiera aferrarse.